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Argentina en estado de crispación: cuando la violencia se disfraza de gobierno

Argentina atraviesa uno de los momentos institucionales más oscuros desde la recuperación de la democracia. Las agresiones verbales desde el Poder Ejecutivo Nacional, la judicialización selectiva de la política, la persecución a referentes sociales y comunicadores, y la alarmante normalización del odio como herramienta de gobierno, configuran un escenario profundamente preocupante para el presente y el futuro del país.

En el centro de esta tormenta se encuentra el presidente Javier Milei, cuyas expresiones públicas ya han superado hace tiempo el límite de la responsabilidad institucional. Desde su cuenta oficial en la red social X (ex Twitter), insulta a periodistas, se burla de quienes lo critican, estigmatiza a trabajadores del Estado, y celebra acciones represivas contra quienes piensan distinto. El tono del gobierno ya no es de confrontación: es de hostigamiento, humillación y, en muchos casos, deshumanización del otro.

En los últimos días, Milei volvió a cargar con furia contra medios de comunicación que no se alinean con el discurso oficial. Llamó “basura humana” a reconocidos periodistas, acusó de “cómplices del saqueo” a trabajadores de prensa, y avaló con silencios (o likes) campañas de difamación y amenazas contra comunicadores críticos.

El lenguaje agresivo desde la presidencia no es una anécdota: es política de Estado. Se ha institucionalizado la idea de que pensar distinto es traición. Y así se justifica el señalamiento, la persecución judicial, la censura indirecta, y en algunos casos, el encarcelamiento.

Mientras tanto, algunos medios alineados al oficialismo amplifican el relato de que quienes protestan “deben estar presos”, como en el caso reciente de una manifestante que arrojó estiércol en la casa de un diputado. El hecho fue repudiado por amplios sectores de la sociedad, pero la reacción fue desproporcionada: campañas mediáticas, represión en redes, y pedidos de cárcel como si se tratara de un delito de gravedad institucional.

Lo que estos mismos medios callan es que ese mismo diputado insulto y denigro a la hija de la expresidenta, pidio “bala” para otras personas. La vara moral se acomoda según el lado del que provenga la denuncia.

A esto se suma la detención domiciliaria de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien cumple una condena en medio de serias dudas sobre la imparcialidad del proceso judicial, en un país donde muchos corruptos reales continúan libres, protegidos o en funciones.

La prisión de Cristina no es solo una decisión jurídica: es un acto político. Es un mensaje claro para todo aquel que ose cuestionar el modelo actual. Y es también una muestra de la escalada autoritaria que vive Argentina. Un país donde ya no solo se persigue a quienes piensan distinto, sino que se los busca destruir públicamente.

La Argentina de hoy da miedo y da tristeza. No hay lugar para la diferencia, ni para la empatía. El relato oficial festeja la crueldad, premia el cinismo y demoniza la sensibilidad social. La política se ha transformado en una batalla sin límites éticos, donde los más fanatizados —incluso pagos desde cuentas oficiales o estructuras del poder— atacan sin reparos.

Lo más doloroso no es el insulto del presidente ni la indiferencia de sus funcionarios: lo más grave es la aceptación social de ese modelo de país. Una sociedad fracturada por discursos de odio, empujada al abismo por la miseria, y gobernada por la soberbia de quienes nunca supieron —ni quisieron— escuchar

No hay democracia sin disidencia. No hay república con presos políticos. No hay libertad con un gobierno que insulta desde el atril. Y no hay futuro sin respeto por el otro.

Argentina no necesita más gritos ni más linchamientos virtuales. Necesita reflexión, memoria, justicia verdadera y, sobre todo, humanidad. Porque sin humanidad, no hay patria posible.

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