En una movida política cargada de inusual audacia, el presidente Javier Milei eligió el viernes por la noche para emitir una cadena nacional fuera del horario tradicional, algo que desde siempre se considera poco oportuno y poco consultado en el mundo político argentino.
La transmisión fue convocada a último momento para criticar al Congreso por aprobar nuevas leyes de presupuesto que, según el mandatario, distorsionan el reparto fiscal planteado por su administración. En tono confrontativo, Milei fue tajante: advirtió que los legisladores “tendrán que sacarlo con los pies por delante” si quieren que convalide los proyectos de gasto. Una declaración abrupta, que no solo cruza los límites del discurso institucional, sino que además bordea lo amenazante y autoritario.
La audiencia fue tal vez el indicador más contundente de rechazo: según registros de Ibope, en cadenas pasadas, el encendido televisivo cayó hasta un 50 %, con cifras que descendieron drásticamente desde más de 15 puntos a apenas 3,5 durante el discurso. Y, por si fuera poco, ante estos números adversos, el gobierno incluso ordenó la suspensión de la publicación del rating, una señal clara de evitar la visibilidad del repudio masivo.
¿Autosanciòn del Congreso? Una ocurrencia inconstitucional
De todos los desvaríos de la noche, el más preocupante fue probablemente el planteo acerca de que el Congreso se autosancione para acomodar el reparto fiscal al antojo del Ejecutivo. Una idea de esa índole representa una vulneración flagrante del principio de división de poderes, que es piedra angular de la Constitución. No existe normativa ni precedente que habilite semejante maniobra; reivindicarla expone una mirada antidemocrática, que desestima el rol del Poder Legislativo y enerva el equilibrio institucional.
La cadena nacional de anoche no solo fue inoportuna — por horario, formato y contenido—; además, fue un acto de quiebre en el diálogo republicano. El desaprovechamiento del espacio mediático, evidenciado por la huída de audiencias, sumado al silencio sobre esos números, y el cuestionable llamado a reescribir reglas desde el propio Congreso, dibujan un cuadro preocupante. En resumen: lejos de reforzar liderazgo, lo que queda es un gesto autoritario, de desprecio a la institucionalidad y a los mecanismos democráticos esenciales.